“...los cuadros son los objetos más preciosos de una casa, y por eso, en caso de incendio, serían lo primero, si no lo único, que debería ponerse a salvo, como en otro tiempo los lares. ¿Quién puede determinar la influencia de los cuadros en los cuartos de trabajo, en las piezas nobles, en la habitación en que la madre espera un niño? Unos adquieren pleno sentido en viviendas modestas, otros en los palacios, otros en fin en las iglesias. Resulta triste verlos en los museos.”
Ernst Jünger, Heliópolis (Seix Barral), p. 125.
Resulta triste ver los cuadros en los museos, en abigarrada e irrespetuosa promiscuidad de almacén. Esto explica el sentimiento de vértigo y náusea que me provocan El Prado y demás museos de alta densidad pictórica. Cada cuadro merece un santuario y una devoción particulares. El tríptico del “Jardín de las delicias" exige su propio sancta sanctorum o, por lo menos, una sala propia. Otro tanto el del “Carro de heno” o el sobrecogedor retrato ecuestre de Carlos V pintado por Tiziano, tras la batalla de Mühlberg. Tal como se los expone hoy en día, adocenados, quedan sometidos a una impía banalización, reducidos a la categoría de atracción efímera para turistas.
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