La madrugada del sábado la vieja dama pasó a saludarme. Me despertó, sacudiendo con furia el suelo bajo mis pies. Mas no quiso bailar conmigo la danza macabra. "Ya bailaremos otro día", gritó, la de sempiterna sonrisa. Me guiñó un ojo y prosiguió, rauda, su camino.
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