Por estos días el aborto enciende los ánimos, agita las lenguas, alza
las plumas ¡y hasta profana iglesias! En un pueblo opaco y reacio a la
confrontación de ideas, un pueblo de gente aturdida, que exista al menos
un tema respecto del cual nadie rehúse tomar su posición ni pergeñar
argumentos, hace surgir una pequeña luz de esperanza que merece
aplausos. Y me entusiasma a mí a entrar también en el agon.
Pero primero hay que delimitar sus contornos. Precisar conceptos.
Entiendo para estos efectos por aborto la destrucción intencional del nasciturus
o su expulsión, asimismo intencionada, que le acarreará la muerte por
ineptitud física para subsistir fuera del vientre materno. Utilizo el
término latino nasciturus para referirme al individuo
perteneciente a nuestra especie (homo sapiens) desde su concepción y
hasta antes de expulsión del interior de la madre.
Aclarado lo anterior resulta necesario determinar cuál es propiamente
la discusión o al menos la discusión en la que yo deseo participar. En
una comprensión burda de la misma podría hablarse de dos bandos: uno a
favor del aborto y otro en contra. Sin embargo, pienso que pocos están a favor del aborto en el sentido de considerarlo per se
una acción moralmente buena y digna de ser alentada entre las gentes.
En lo personal, ni siquiera considero que sea una conducta indiferente
desde el punto de vista moral. En efecto, la destrucción del nasciturus
plantea un dilema moral porque este, aunque frágil y de destino
incierto, posee de todos modos un potencial innegable. Todos los que
leemos esta columna pasamos por aquel estadio y llegamos hasta aquí,
entre otras razones, porque nadie decidió abortarnos. La pregunta es si
ese dilema moral debe ser resuelto respecto de cada nasciturus por la mujer que lo lleva en su seno o si el Estado debe resolverlo de manera general a favor del nasciturus
e imponer coactivamente la solución a todas las mujeres, vale decir, si
se trata de un asunto privado o de un asunto de interés público. Y para
ser todavía más preciso, pienso que la discusión útil acerca del aborto
dice relación con su penalización. Y entonces los bandos resultan ser
de un lado los que están a favor de su penalización y del otro los que
deseamos que se despenalice. Entre los partidarios de la despenalización
están aquellos que solo la admiten en ciertos casos graves (que aquí
quedarán asimilados al bando punitivo) y los que consideramos que debe
incluso despenalizarse el aborto banal, esto es, el que no obedece a ninguna motivación que vaya más allá de la mera voluntad de la mujer.
Los partidarios de castigar penalmente el aborto suelen centrar su argumentación en el estatus del nasciturus
equiparándolo desde el punto de vista de su valoración moral y jurídica
al individuo en plena posesión de todas sus capacidades. El aborto
sería por tanto un asesinato. Esa equiparación es una burda ficción, ya
que ni biológica, ni moral, ni jurídicamente el nasciturus es equivalente a la madre. Aunque diferenciado respecto de ella desde el punto de vista genético y por tanto individuo biológicamente hablando, el desarrollo del nasciturus
es todavía tan incipiente que es no es capaz en absoluto de realizar
las operaciones cognitivas, emocionales y volitivas que sí puede en
cambio realizar la madre, por joven que sea. Las “altas funciones del
espíritu”, como se decía en otra época. De ahí que sea francamente
ridículo que a la libertad de la madre se oponga la “libertad” del nasciturus siendo que este carece por completo de voluntad y es por ende incapaz de acción humana. O que se apele con frecuencia a la “inocencia” del nasciturus
puesto que por la misma razón expresada este no puede ser considerado
agente moral y por tanto no es inocente ni culpable de nada, del mismo
modo que tampoco puede serlo mi filodendro o la piedra de Sagunto que
uso como pisapapeles. Por mucho que los “pro vida” (en rigor, pro cárcel) proyecten sus propias emociones y empatía irracional sobre el nasciturus,
lo cierto es que el aborto no destruye un ser humano pleno sino apenas
su posibilidad. De ahí que incluso el severo legislador decimonónico lo
sancionara con una penalidad más baja que el homicidio y no dentro de
los delitos contra las personas sino que incluido en el grupo de delitos que atentaban contra el orden de las familias. Hasta el día de hoy ni el Código Civil ni la Constitución consideran siquiera al nasciturus persona.
No voy a ahondar en el estatus del nasciturus porque
considero que no resuelve la discusión sobre el aborto y, en cambio, nos
desvía a derroteros inconducentes. En efecto, si incluso si se
admitiera la ficción de que es un ser humano pleno y la ley o la
Constitución le otorgaran el estatus de persona, eso no vedaría
necesariamente su destrucción, desde que, bajo ciertas circunstancias,
podemos legítimamente destruir personas. O bien, se me podría oponer que
tampoco el recién nacido posee aquellas cualidades propias del ser
humano pleno y yo no podría sino allanarme, lo cual nos llevaría a una
desagradable digresión sobre la penalización del infanticidio.
La objeción relevante contra la punición del aborto tiene que ver con
la libertad de la mujer para disponer de su propio cuerpo. Defender la
penalización del aborto implica que se considera legítimo que el Estado
coaccione a la mujer bajo amenaza de cárcel para que sostenga el
embarazo hasta el final. Esa violencia se justificaría en el “derecho” a
la vida del nasciturus. Pienso que el término “derecho” está bien empleado por los pro cárcel. Un
derecho subjetivo me permite someter la voluntad ajena a mi propio
interés. Lo que no está mal si quien resulta obligado contrajo la
obligación voluntariamente o como consecuencia de haberme dañado. Aquí
la voluntad de la mujer quedaría sometida al interés –presunto- del nasciturus
por culminar su desarrollo intrauterino. Sin embargo, para un liberal
la existencia de un “derecho” en estos términos debería resultar cuando
menos problemática porque la obligación correlativa de la mujer no halla
su causa ni en el pacto, ni en el daño ni en la benevolencia, sino en
la sola imposición legal. La cuestión de fondo trasciende al aborto y
yo la plantearía del siguiente modo: ¿Es legítimo que el Estado obligue a
unos a efectuar sacrificios personales para mantener con vida a otros?
La respuesta puede ser sí, porque la vida es algo muy importante, pero
ello significa aceptar no solo que es legítimo coaccionar a la mujer
para que asuma el sacrificio de “prestar el cuerpo” al nasciturus lo que dure su gestación, sino
también que el Estado nos imponga la donación de sangre u órganos que
otros necesitan para vivir, o la obligación de financiar la mantención
de la vida del pariente comatoso incluso a costa de nuestra ruina
económica o, sin necesidad de ponernos tan melodramáticos, la
justificación de impuestos para satisfacer necesidades vitales de
terceros. Pienso que un liberal congruente no solo debe luchar contra la
violencia estatal sobre las rentas sino también y muy especialmente
contra la violencia estatal sobre los cuerpos. Claudicar en cualquiera
de ambos terrenos tiene siempre insospechadas consecuencias
liberticidas.