“De la vida en un mundo moderno líquido”, introducción al libro La vida
líquida, de Zygmunt Bauman, pretende ser un diagnóstico del Zeitgeist
postmoderno. Plantea que la vida de los individuos ya no puede mantener
un rumbo fijo durante mucho tiempo porque las condiciones en que debe
desenvolverse cambian vertiginosamente (sociedad moderna líquida).
La vida líquida conlleva una devaluación de la experiencia como guía para enfrentar los cambios y la consiguiente dificultad para proyectar la acción humana hacia el futuro. El nuevo sitio del hombre es el presente, el aquí y el ahora. La eternidad queda marginada, pero se la reemplaza mediante una elongación del presente en la que el consumo cumple una función clave: si se imprime suficiente velocidad a la vida temporal podemos alcanzar volúmenes de satisfacción que hacen irrelevante la mortalidad. Se puede experimentarlo todo en esta vida. Esto requiere una habilidad para desprenderse rápidamente de lo caduco.
La aptitud para el consumo es la medida de todas las cosas, cuando la pierden, quedan condenadas a desaparecer de escena. Cinética que arrastra también al propio hombre. Nadie puede eludir se un objeto de consumo. La vida se ha convertido en un “juego de sillas que se juega en serio”, donde la capacidad de armar y sostener una identidad flexible ofrece el premio de ser rescatado, temporalmente, de la exclusión. Vencen los “alciónidas, quienes pueden permitirse cultivar la liviandad y el desapego, los que han aprendido a desprenderse sin dolor de lo caduco. Pierden, en cambio, “los que no pueden revolotear en las flores para buscar la más fragante” ni reemplazar rápidamente las pérdidas, en definitiva los que carecen de libertad, víctimas de la nueva movilidad planetaria.
Movido entre el deseo de consumo y el temor a ser desechado, el individuo vive en una constante y perturbadora vigilancia e insatisfacción de sí mismo. La vida líquida dota al mundo exterior de un valor instrumental: al servicio de la causa de la autorreforma, de los “yoes” autorreformadores. Se presta nula atención a lo común, lo cual es fuente de mayores insatisfacciones, que desembocan en mayor egocentrismo y más desafección respecto de lo comunitario.
Concluye Bauman que es posible influir en el curso de los acontecimientos y que en ese propósito cumple una función fundamental la pedagogía crítica que debe rebatir el impacto de la experiencia cotidiana y remover conciencias frente a los promotores de la conformidad.
El texto me parece un buen diagnóstico del malestar social en occidente: un retorno del sentimiento de la fragilidad de la condición humana que había estado temporalmente anestesiado por promesas de estabilidad y bienestar socialmente garantizados que no se cumplieron. No comparto, sin embargo, el tono intensamente negativo que el autor imprime a la descripción del fenómeno, ni tampoco el optimismo que deja entrever al final sobre la posibilidad de revertirlo. Las consecuencias de “parar el mundo”, de detener la vorágine de la producción y del consumo, de ser posible, lejos de liberar a sus supuestas “víctimas” únicamente les traería miseria y muerte sin cuento. Ha sido justamente ese torbellino el que ha elevado a millones en el plazo de pocas generaciones desde condiciones de mera subsistencia a niveles de confort nunca vistos en la historia. El peligro de quedar atrás o de caer es cierto. Pero acaso haya llegado la hora de asumirlo y vivir peligrosamente. De transformarnos todos en alciònidas y cantar con la Carmen de Bizet:
«...qué hermosa es la vida errante/ el universo por país, tu voluntad por ley, / y sobre todo ¡la embriaguez/ de la libertad! ¡La libertad!»
La vida líquida conlleva una devaluación de la experiencia como guía para enfrentar los cambios y la consiguiente dificultad para proyectar la acción humana hacia el futuro. El nuevo sitio del hombre es el presente, el aquí y el ahora. La eternidad queda marginada, pero se la reemplaza mediante una elongación del presente en la que el consumo cumple una función clave: si se imprime suficiente velocidad a la vida temporal podemos alcanzar volúmenes de satisfacción que hacen irrelevante la mortalidad. Se puede experimentarlo todo en esta vida. Esto requiere una habilidad para desprenderse rápidamente de lo caduco.
La aptitud para el consumo es la medida de todas las cosas, cuando la pierden, quedan condenadas a desaparecer de escena. Cinética que arrastra también al propio hombre. Nadie puede eludir se un objeto de consumo. La vida se ha convertido en un “juego de sillas que se juega en serio”, donde la capacidad de armar y sostener una identidad flexible ofrece el premio de ser rescatado, temporalmente, de la exclusión. Vencen los “alciónidas, quienes pueden permitirse cultivar la liviandad y el desapego, los que han aprendido a desprenderse sin dolor de lo caduco. Pierden, en cambio, “los que no pueden revolotear en las flores para buscar la más fragante” ni reemplazar rápidamente las pérdidas, en definitiva los que carecen de libertad, víctimas de la nueva movilidad planetaria.
Movido entre el deseo de consumo y el temor a ser desechado, el individuo vive en una constante y perturbadora vigilancia e insatisfacción de sí mismo. La vida líquida dota al mundo exterior de un valor instrumental: al servicio de la causa de la autorreforma, de los “yoes” autorreformadores. Se presta nula atención a lo común, lo cual es fuente de mayores insatisfacciones, que desembocan en mayor egocentrismo y más desafección respecto de lo comunitario.
Concluye Bauman que es posible influir en el curso de los acontecimientos y que en ese propósito cumple una función fundamental la pedagogía crítica que debe rebatir el impacto de la experiencia cotidiana y remover conciencias frente a los promotores de la conformidad.
El texto me parece un buen diagnóstico del malestar social en occidente: un retorno del sentimiento de la fragilidad de la condición humana que había estado temporalmente anestesiado por promesas de estabilidad y bienestar socialmente garantizados que no se cumplieron. No comparto, sin embargo, el tono intensamente negativo que el autor imprime a la descripción del fenómeno, ni tampoco el optimismo que deja entrever al final sobre la posibilidad de revertirlo. Las consecuencias de “parar el mundo”, de detener la vorágine de la producción y del consumo, de ser posible, lejos de liberar a sus supuestas “víctimas” únicamente les traería miseria y muerte sin cuento. Ha sido justamente ese torbellino el que ha elevado a millones en el plazo de pocas generaciones desde condiciones de mera subsistencia a niveles de confort nunca vistos en la historia. El peligro de quedar atrás o de caer es cierto. Pero acaso haya llegado la hora de asumirlo y vivir peligrosamente. De transformarnos todos en alciònidas y cantar con la Carmen de Bizet:
«...qué hermosa es la vida errante/ el universo por país, tu voluntad por ley, / y sobre todo ¡la embriaguez/ de la libertad! ¡La libertad!»