El horripilante asesinato del
anciano matrimonio Luchsinger en Vilcún reavivó la cuestión araucana. Y ello
pese a que todos los opinantes tuvieron exquisito cuidado, al momento de condenar
el atroz crimen, de aclarar que tal condena no alcanzaba al “pueblo” mapuche,
que los pirómanos eran delincuentes a
secas. Como si el suceso hubiera ocurrido en un universo paralelo, en otro
mundo lejano y no precisamente en la beligerante Araucanía. Tics de la
corrección política chilena. Gazmoñería chilensis.
No se me malentienda. Es indudable que la responsabilidad criminal es
individual y, por ende, no imputable a colectivos. Sin embargo, nadie podía
descartar a priori que los asesinos fueran
individuos araucanos y que el crimen buscara poner en primer plano las demandas
de los activistas de la causa
araucana. De hecho esto último fue justamente lo que pasó. Y comenzaron entonces a surgir
propuestas de solución al conflicto en la Araucanía desde todos los sectores de la chilenería bienpensante. Todas partiendo
de ciertas premisas o lugares comunes: (1) que existe algo así como una
“nación” o “pueblo” mapuche y que (2) la República de los “no-mapuches” (suponiendo que
también existe algo por el estilo) contrajo una “deuda histórica” con aquellos
(3) la cual debe ser hoy urgentemente reparada. Pamplinas. Mistificaciones
absurdas que lejos de contribuir a resolver nada solo agravan el problema. Avivan
la cueca, diremos en buen chileno.
Lo primero es la cuestión de la mapucheidad ¿a partir de cuál o cuáles
criterios podemos definirla? ¿Biológicos? ¿Habría un geno/fenotipo “racial” distintivo
de lo mapuche? ¿Cómo utilizarlo
eficazmente en nuestra población intensamente mestiza para separar al trigo
mapuche de la paja winca? Sin contar
con el tufillo racista que resultará asaz incómodo a la progresía. Entonces habría
que atender preferentemente a factores culturales. ¿Cuáles? ¿Tocar trutruca? ¿Jugar
chueca? ¿La idiosincrasia? ¿La lengua? ¿Un winca
que aprende mapudungun se mapuchiza?
¿El factor geográfico, habitar ciertos territorios que habitaron también los
ancestros durante varias generaciones? ¿Cuántas? Tal vez deberíamos considerar
todos los anteriores ¿O todos más el animus,
vale decir, más un sentimiento de
pertenencia, un querer-ser? Nada
parece suficientemente preciso. Y si es difícil determinar la mapucheidad la misma dificultad se
plantea respecto de la noción de “pueblo”
o de “nación” mapuche. Porque no existe
entre la mayor parte de quienes, por las más caprichosas razones se
autocomprenden como mapuches, algo
así como un sentimiento colectivo de unidad política diferenciada, unida a la
pretensión de soberanía común sobre un territorio, salvo, claro está, en los
grupúsculos de ambiciosos activistas que son la verdadera y única fuente del
problema en la
Araucanía. Lo que uno ve hoy día son pequeñas comunidades
dispersas que mezclan promiscuamente elementos de su cultura ancestral con las
innegables ventajas de la cultura occidental o familias o individuos plenamente
adaptados al modus vivendi
occidental. Y pobreza, mucha pobreza, sobre todo entre las primeras. Pobreza,
claro está, desde el punto de vista de los estándares de una cultura distinta,
porque la mapuche nunca consiguió nada mínimamente parecido al confort occidental. A veces pareciera que quisieran
conseguir lo mejor de dos mundos: las comodidades de Occidente al ritmo de
trabajo mapuche, vale decir, a costa
de los no-mapuches.
Por otro lado está el concepto de
“deuda histórica”. Una deuda que habría contraído el Estado chileno al despojar
con violencia y fraude de sus tierras a “propietarios” mapuches. Es “histórica”
porque estos desaguisados habrían ocurrido hace más de un siglo. Podríamos
incluso remontarnos más atrás, hasta los españoles o los incas ¿y por qué no al
despojo que hicieron los araucanos de poblaciones anteriores que desplazaron
violentamente? Porque con los mapuches pareciera que se repite el mito
ateniense de que salieron directamente de la tierra. ¡Falso! La etimología refuerza
el mito, pero en realidad no es así. La humanidad desde tiempos de Caín, que es
humanidad errante. En fin, no voy a defender yo al Estado ni tampoco a los
mapuches de sus tropelías. El hecho es que el despojo y la violencia son la
forma natural en que el Estado opera. Enterémonos de una vez. El Estado
funciona despojándonos de lo nuestro bajo amenaza de coacción. El Estado es radicalmente
inmoral –como alguna vez demostró Nozick- porque nos instrumentaliza. Lo
aguantamos y me temo que lo seguiremos aguantando mientras sus tropelías nos
parezcan menores que las que podríamos padecer de nuestros semejantes –los
individuos particulares- si aquel faltara. Con todo y por fortuna, el nuestro es un
Estado de Derecho que se autolimita en buena medida con la utilísima ficción de
la juridicidad. Podemos, dentro de ciertos límites que fija el propio Estado, reclamar
ante órganos estatales especiales, los tribunales, con el fin de reparar los
desaguisados que nos hayan causado los agentes estatales. Y ese es un derecho
que tienen por cierto quienes se autocomprenden como “mapuches”. Se responde
que está ya todo prescrito, que poco o nada se puede a estas alturas reclamar
judicialmente. Si así fuere quiere decir que la “deuda” es pura fantasmagoría o
jurídicamente hablando “una obligación natural”, esto es, una obligación
castrada y paralítica. Frustrante. Pero esas son las reglas del juego para
todos los que somos víctimas de la violencia estatal. Si no nos gusta podemos
cambiar las reglas del juego, pero nuevamente a través del cauce y en el lugar que
el propio Estado fija: En el Congreso mediante la deliberación democrática, no reeditando
los malones. Nuestros representantes podrán, un mal día, acabar con la igualdad
ante la ley, portentosa conquista de las revoluciones liberales e involucionar
al Ancien Régime generando estatutos
especiales –privilegios- en función de la sangre o del territorio. Pienso que
un liberal no debería defender semejante monstruosidad. O bien, si no queremos
respetar las formas porque no les reconocemos legitimidad, podemos también tomar el camino de la
revolución. ¡Incendiarlo todo!. Justamente el camino que algunos individuos
mapuches han decidido seguir. Pero estos mapuches forajidos –como alguna vez
nos llamó a todos los chilenos un
iracundo Ortega- no deberían olvidar que, en tanto no triunfe, cualquier revolución
no es más que sedición. Y a los
sediciosos el Estado los trata con dureza. O debería tratarlos con dureza, para
no incumplir su función propia, la única que lo hace apenas tolerable para un
liberal. Porque si aceptamos la posibilidad de que el Estado nos pueda privar
de nuestra hacienda, de nuestra libertad y hasta de nuestra vida sin rebelarnos
es justamente porque bajo tan tremenda amenaza es que podemos conservar hacienda, libertad y vida.