miércoles, 31 de julio de 2013

Despenalizar el aborto.

Por estos días el aborto enciende los ánimos, agita las lenguas, alza las plumas ¡y hasta profana iglesias! En un pueblo opaco y reacio a la confrontación de ideas, un pueblo de gente aturdida, que exista al menos un tema respecto del cual nadie rehúse tomar su posición ni pergeñar argumentos, hace surgir una pequeña luz de esperanza que merece aplausos. Y me entusiasma a mí a entrar también en el agon.
Pero primero hay que delimitar sus contornos. Precisar conceptos. Entiendo para estos efectos por aborto la destrucción intencional del nasciturus o su expulsión, asimismo intencionada, que le acarreará la muerte por ineptitud física para subsistir fuera del vientre materno.  Utilizo el término latino nasciturus para referirme al individuo perteneciente a nuestra especie (homo sapiens) desde su concepción y hasta antes de expulsión del interior de la madre.
Aclarado lo anterior resulta necesario determinar cuál es propiamente la discusión o al menos la discusión en la que yo deseo participar. En una comprensión burda de la misma podría hablarse de dos bandos: uno a favor del aborto y otro en contra. Sin embargo, pienso que pocos están a favor del aborto en el sentido de considerarlo per se una acción moralmente buena y digna de ser alentada entre las gentes. En lo personal, ni siquiera considero que sea una conducta indiferente desde el punto de vista moral. En efecto, la destrucción del nasciturus plantea un dilema moral porque este, aunque frágil y de destino incierto, posee de todos modos un potencial innegable. Todos los que leemos esta columna pasamos por aquel estadio y llegamos hasta aquí, entre otras razones, porque nadie decidió abortarnos. La pregunta es si ese dilema moral debe ser resuelto respecto de cada nasciturus por la mujer que lo lleva en su seno o si el Estado debe resolverlo de manera general a favor del nasciturus e imponer coactivamente la solución a todas las mujeres, vale decir, si se trata de un asunto privado o de un asunto de interés público. Y para ser todavía más preciso, pienso que la discusión útil acerca del aborto dice relación con su penalización. Y entonces los bandos resultan ser de un lado los que están a favor de su penalización y del otro los que deseamos que se despenalice. Entre los partidarios de la despenalización están aquellos que solo la admiten en ciertos casos graves (que aquí quedarán asimilados al bando punitivo) y los que consideramos que debe incluso despenalizarse el aborto banal, esto es, el que no obedece a ninguna motivación que vaya más allá de la mera voluntad de la mujer.
Los partidarios de castigar penalmente el aborto suelen centrar su argumentación en el estatus del nasciturus equiparándolo desde el punto de vista de su valoración moral y jurídica al individuo en plena posesión de todas sus capacidades. El aborto sería por tanto un asesinato. Esa equiparación es una burda ficción, ya que ni biológica, ni moral, ni jurídicamente el nasciturus es equivalente a la madre. Aunque diferenciado respecto de ella desde el punto de vista genético y por tanto individuo biológicamente hablando, el desarrollo del nasciturus es todavía tan incipiente que es no es capaz en absoluto de realizar las operaciones cognitivas, emocionales y volitivas que sí puede en cambio realizar la madre, por joven que sea. Las “altas funciones del espíritu”, como se decía en otra época. De ahí que sea francamente ridículo que a la libertad de la madre se oponga la “libertad” del nasciturus siendo que este carece por completo de voluntad y es por ende incapaz de acción humana. O que se apele con frecuencia a la “inocencia” del nasciturus puesto que por la misma razón expresada este no puede ser considerado agente moral y por tanto no es inocente ni culpable de nada, del mismo modo que tampoco puede serlo mi filodendro o la piedra de Sagunto que uso como pisapapeles. Por mucho que los “pro vida” (en rigor, pro cárcel) proyecten sus propias emociones y empatía irracional sobre el nasciturus, lo cierto es que el aborto no destruye un ser humano pleno sino apenas su posibilidad. De ahí que incluso el severo legislador decimonónico lo sancionara con una penalidad más baja que el homicidio y no dentro de los delitos contra las personas sino que incluido en el grupo de delitos que atentaban contra el orden de las familias. Hasta el día de hoy ni el Código Civil ni la Constitución consideran siquiera al nasciturus persona.
No voy a ahondar en el estatus del nasciturus porque considero que no resuelve la discusión sobre el aborto y, en cambio, nos desvía a derroteros inconducentes.  En efecto, si incluso si se admitiera la ficción de que es un ser humano pleno y la ley o la Constitución le otorgaran el estatus de persona, eso no vedaría necesariamente su destrucción, desde que, bajo ciertas circunstancias, podemos legítimamente destruir personas. O bien, se me podría oponer que tampoco el recién nacido posee aquellas cualidades propias del ser humano pleno y yo no podría sino allanarme, lo cual nos llevaría a una desagradable digresión sobre la penalización del infanticidio.
La objeción relevante contra la punición del aborto tiene que ver con la libertad de la mujer para disponer de su propio cuerpo. Defender la penalización del aborto implica que se considera legítimo que el Estado coaccione a la mujer bajo amenaza de cárcel para que sostenga el embarazo hasta el final. Esa violencia se justificaría en el “derecho” a la vida del nasciturus. Pienso que el término “derecho” está bien empleado por los pro cárcel. Un derecho subjetivo me permite someter la voluntad ajena a mi propio interés. Lo que no está mal si quien resulta obligado contrajo la obligación voluntariamente o como consecuencia de haberme dañado. Aquí la voluntad de la mujer quedaría sometida al interés –presunto- del nasciturus por culminar su desarrollo intrauterino. Sin embargo, para un liberal la existencia de un “derecho” en estos términos debería resultar cuando menos problemática porque la obligación correlativa de la mujer no halla su causa ni en el pacto, ni en el daño ni en la benevolencia, sino en la sola imposición legal.  La cuestión de fondo trasciende al aborto y yo la plantearía del siguiente modo: ¿Es legítimo que el Estado obligue a unos a efectuar sacrificios personales para mantener con vida a otros? La respuesta puede ser sí, porque la vida es algo muy importante, pero ello significa aceptar no solo que es legítimo coaccionar a la mujer  para que asuma el sacrificio de “prestar el cuerpo” al nasciturus lo que dure su gestación, sino también que el Estado nos imponga la donación de sangre u órganos que otros necesitan para vivir, o la obligación de financiar la mantención de la vida del pariente comatoso incluso a costa de nuestra ruina económica o, sin necesidad de ponernos tan melodramáticos, la justificación de impuestos para satisfacer necesidades vitales de terceros. Pienso que un liberal congruente no solo debe luchar contra la violencia estatal sobre las rentas sino también y muy especialmente contra la violencia estatal sobre los cuerpos. Claudicar en cualquiera de ambos terrenos tiene siempre insospechadas consecuencias liberticidas.

miércoles, 10 de abril de 2013

De la vida en un mundo moderno líquido

“De la vida en un mundo moderno líquido”, introducción al libro La vida líquida, de Zygmunt Bauman, pretende ser un diagnóstico del Zeitgeist postmoderno. Plantea que la vida de los individuos ya no puede mantener un rumbo fijo durante mucho tiempo porque las condiciones en que debe desenvolverse cambian vertiginosamente (sociedad moderna líquida).
La vida líquida conlleva una devaluación de la experiencia como guía para enfrentar los cambios y la consiguiente dificultad para proyectar la acción humana hacia el futuro. El nuevo sitio del hombre es el presente, el aquí y el ahora. La eternidad queda marginada, pero se la reemplaza mediante una elongación del presente en la que el consumo cumple una función clave: si se imprime suficiente velocidad a la vida temporal podemos alcanzar volúmenes de satisfacción que hacen irrelevante la mortalidad. Se puede experimentarlo todo en esta vida. Esto requiere una habilidad para desprenderse rápidamente de lo caduco.
La aptitud para el consumo es la medida de todas las cosas, cuando la pierden, quedan condenadas a desaparecer de escena. Cinética que arrastra también al propio hombre. Nadie puede eludir se un objeto de consumo. La vida se ha convertido en un “juego de sillas que se juega en serio”, donde la capacidad de armar y sostener una identidad flexible ofrece el premio de ser rescatado, temporalmente, de la exclusión. Vencen los “alciónidas, quienes pueden permitirse cultivar la liviandad y el desapego, los que han aprendido a desprenderse sin dolor de lo caduco. Pierden, en cambio, “los que no pueden revolotear en las flores para buscar la más fragante” ni reemplazar rápidamente las pérdidas, en definitiva los que carecen de libertad, víctimas de la nueva movilidad planetaria.
Movido entre el deseo de consumo y el temor a ser desechado, el individuo vive en una constante y perturbadora vigilancia e insatisfacción de sí mismo. La vida líquida dota al mundo exterior de un valor instrumental: al servicio de la causa de la autorreforma, de los “yoes” autorreformadores. Se presta nula atención a lo común, lo cual es fuente de mayores insatisfacciones, que desembocan en mayor egocentrismo y más desafección respecto de lo comunitario.
Concluye Bauman que es posible influir en el curso de los acontecimientos y que en ese propósito cumple una función fundamental la pedagogía crítica que debe rebatir el impacto de la experiencia cotidiana y remover conciencias frente a los promotores de la conformidad.
El texto me parece un buen diagnóstico del malestar social en occidente: un retorno del sentimiento de la fragilidad de la condición humana que había estado temporalmente anestesiado por promesas de estabilidad y bienestar socialmente garantizados que no se cumplieron. No comparto, sin embargo, el tono intensamente negativo que el autor imprime a la descripción del fenómeno, ni tampoco el optimismo que deja entrever al final sobre la posibilidad de revertirlo. Las consecuencias de “parar el mundo”, de detener la vorágine de la producción y del consumo, de ser posible, lejos de liberar a sus supuestas “víctimas” únicamente les traería miseria y muerte sin cuento. Ha sido justamente ese torbellino el que ha elevado a millones en el plazo de pocas generaciones desde condiciones de mera subsistencia a niveles de confort nunca vistos en la historia. El peligro de quedar atrás o de caer es cierto. Pero acaso haya llegado la hora de asumirlo y vivir peligrosamente. De transformarnos todos en alciònidas y cantar con la Carmen de Bizet:
«...qué hermosa es la vida errante/ el universo por país, tu voluntad por ley, / y sobre todo ¡la embriaguez/ de la libertad! ¡La libertad!»

lunes, 28 de enero de 2013

La cuestión araucana



El horripilante asesinato del anciano matrimonio Luchsinger en Vilcún reavivó la cuestión araucana. Y ello pese a que todos los opinantes tuvieron exquisito cuidado, al momento de condenar el atroz crimen, de aclarar que tal condena no alcanzaba al “pueblo” mapuche, que los pirómanos eran delincuentes a secas. Como si el suceso hubiera ocurrido en un universo paralelo, en otro mundo lejano y no precisamente en la beligerante Araucanía. Tics de la corrección política chilena. Gazmoñería chilensis. No se me malentienda. Es indudable que la responsabilidad criminal es individual y, por ende, no imputable a colectivos. Sin embargo, nadie podía descartar a priori que los asesinos fueran individuos araucanos y que el crimen buscara poner en primer plano las demandas de los activistas de la causa araucana. De hecho esto último fue justamente lo que  pasó. Y comenzaron entonces a surgir propuestas de solución al conflicto en la Araucanía desde todos los sectores de la chilenería bienpensante. Todas partiendo de ciertas premisas o lugares comunes: (1) que existe algo así como una “nación” o “pueblo” mapuche y que (2) la República de los “no-mapuches” (suponiendo que también existe algo por el estilo) contrajo una “deuda histórica” con aquellos (3) la cual debe ser hoy urgentemente reparada. Pamplinas. Mistificaciones absurdas que lejos de contribuir a resolver nada solo agravan el problema. Avivan la cueca, diremos en buen chileno.
Lo primero es la cuestión de la mapucheidad ¿a partir de cuál o cuáles criterios podemos definirla? ¿Biológicos? ¿Habría un geno/fenotipo “racial” distintivo de lo mapuche? ¿Cómo utilizarlo eficazmente en nuestra población intensamente mestiza para separar al trigo mapuche de la paja winca? Sin contar con el tufillo racista que resultará asaz incómodo a la progresía. Entonces habría que atender preferentemente a factores culturales. ¿Cuáles? ¿Tocar trutruca? ¿Jugar chueca? ¿La idiosincrasia? ¿La lengua? ¿Un winca que aprende mapudungun se mapuchiza? ¿El factor geográfico, habitar ciertos territorios que habitaron también los ancestros durante varias generaciones? ¿Cuántas? Tal vez deberíamos considerar todos los anteriores ¿O todos más el animus, vale decir, más un sentimiento de pertenencia, un querer-ser? Nada parece suficientemente preciso. Y si es difícil determinar la mapucheidad la misma dificultad se plantea  respecto de la noción de “pueblo” o  de “nación” mapuche. Porque no existe entre la mayor parte de quienes, por las más caprichosas razones se autocomprenden como mapuches, algo así como un sentimiento colectivo de unidad política diferenciada, unida a la pretensión de soberanía común sobre un territorio, salvo, claro está, en los grupúsculos de ambiciosos activistas que son la verdadera y única fuente del problema en la Araucanía. Lo que uno ve hoy día son pequeñas comunidades dispersas que mezclan promiscuamente elementos de su cultura ancestral con las innegables ventajas de la cultura occidental o familias o individuos plenamente adaptados al modus vivendi occidental. Y pobreza, mucha pobreza, sobre todo entre las primeras. Pobreza, claro está, desde el punto de vista de los estándares de una cultura distinta, porque la mapuche nunca consiguió nada mínimamente parecido al confort occidental.  A veces pareciera que quisieran conseguir lo mejor de dos mundos: las comodidades de Occidente al ritmo de trabajo mapuche, vale decir, a costa de los no-mapuches.
Por otro lado está el concepto de “deuda histórica”. Una deuda que habría contraído el Estado chileno al despojar con violencia y fraude de sus tierras a “propietarios” mapuches. Es “histórica” porque estos desaguisados habrían ocurrido hace más de un siglo. Podríamos incluso remontarnos más atrás, hasta los españoles o los incas ¿y por qué no al despojo que hicieron los araucanos de poblaciones anteriores que desplazaron violentamente? Porque con los mapuches pareciera que se repite el mito ateniense de que salieron directamente de la tierra. ¡Falso! La etimología refuerza el mito, pero en realidad no es así. La humanidad desde tiempos de Caín, que es humanidad errante. En fin, no voy a defender yo al Estado ni tampoco a los mapuches de sus tropelías. El hecho es que el despojo y la violencia son la forma natural en que el Estado opera. Enterémonos de una vez. El Estado funciona despojándonos de lo nuestro bajo amenaza de coacción. El Estado es radicalmente inmoral –como alguna vez demostró Nozick- porque nos instrumentaliza. Lo aguantamos y me temo que lo seguiremos aguantando mientras sus tropelías nos parezcan menores que las que podríamos padecer de nuestros semejantes –los individuos particulares- si aquel faltara.  Con todo y por fortuna, el nuestro es un Estado de Derecho que se autolimita en buena medida con la utilísima ficción de la juridicidad. Podemos, dentro de ciertos límites que fija el propio Estado, reclamar ante órganos estatales especiales, los tribunales, con el fin de reparar los desaguisados que nos hayan causado los agentes estatales. Y ese es un derecho que tienen por cierto quienes se autocomprenden como “mapuches”. Se responde que está ya todo prescrito, que poco o nada se puede a estas alturas reclamar judicialmente. Si así fuere quiere decir que la “deuda” es pura fantasmagoría o jurídicamente hablando “una obligación natural”, esto es, una obligación castrada y paralítica. Frustrante. Pero esas son las reglas del juego para todos los que somos víctimas de la violencia estatal. Si no nos gusta podemos cambiar las reglas del juego, pero nuevamente a través del cauce y en el lugar que el propio Estado fija: En el Congreso mediante la deliberación democrática, no reeditando los malones. Nuestros representantes podrán, un mal día, acabar con la igualdad ante la ley, portentosa conquista de las revoluciones liberales e involucionar al Ancien Régime generando estatutos especiales –privilegios- en función de la sangre o del territorio. Pienso que un liberal no debería defender semejante monstruosidad. O bien, si no queremos respetar las formas porque no les reconocemos legitimidad,  podemos también tomar el camino de la revolución. ¡Incendiarlo todo!. Justamente el camino que algunos individuos mapuches han decidido seguir. Pero estos mapuches forajidos –como alguna vez nos llamó a todos los chilenos un iracundo Ortega- no deberían olvidar que, en tanto no triunfe, cualquier revolución no es más que sedición. Y a los sediciosos el Estado los trata con dureza. O debería tratarlos con dureza, para no incumplir su función propia, la única que lo hace apenas tolerable para un liberal. Porque si aceptamos la posibilidad de que el Estado nos pueda privar de nuestra hacienda, de nuestra libertad y hasta de nuestra vida sin rebelarnos es justamente porque bajo tan tremenda amenaza es que podemos conservar hacienda, libertad y vida.