Cristo jamás tuvo proyecto político. No quiso reformar la sociedad. Él era un transmundano. Resulta fácil imaginarlo con la mirada perdida, sordo al parloteo de sus rústicos discípulos y al acoso impertinente de ese enjambre de pedigüeños que, según cuentan los evangelios, lo perseguía por todas partes, absorto y gozoso en la visión del más allá. De hecho, Él estuvo siempre mucho más allá que acá.
Cristo no ofreció derechos sociales. Al contrario, predicó la renuncia, el desprecio del mundo.
La misma actitud tuvieron los primeros cristianos. Eso explica que aceptaran felices el martirio. Se cuenta que entonaban cánticos mientras eran devorados por las fieras. Dejaban este valle de lágrimas con inmenso júbilo en la certeza de ganar su lugar en un mundo mejor. Y se comprende. Vivían acorralados, literalmente, en las alcantarillas de la sociedad.
Cuando la elefantiásica estructura imperial romana colapsó, los cristianos, que poco antes habían dejado de ser perseguidos, pasaron a llenar el vacío de poder. La Iglesia se romanizó, organizándose en adelante de manera centralista y burocrática. El poder temporal la obligó a ocuparse prioritariamente del más acá y, con ello, a secularizar el mensaje. La espiritualidad originaria fue apenas tolerada en sujetos excepcionales y algo extravagantes, los santos, pero cuando amenazó con generalizarse, como sucedió con el catarismo del siglo XIII, la Iglesia reaccionó de manera contundente y muchas veces violenta.
Hubo luego de contemporizar con los reyes europeos y más tarde con las revoluciones. Esa plasticidad para el aggiornamiento, para acomodarse al siglo, fue clave para su sobrevivencia. Incluso frente su más formidable enemigo, el comunismo, la Iglesia triunfó inventando una doctrina “social”.
No extrañe a nadie, pues, que los obispos chilenos, en un momento en que peligra su autoridad moral, quieran sintonizar con el espíritu del siglo. Y lo que hoy vende en términos de audiencia es pegarle al “modelo”. Poco importa que el modelo haya sacado a buena parte de la población de la indigencia y de la pobreza y que ofrezca a todos, como ningún otro, acceso a cada vez mayor cantidad y calidad de bienes y servicios. El modelo es inhumano, según los obispos.
Pero no proponen volver a la espiritualidad evangélica, al desprecio del mundo. Al contrario, la curia chilena quiere que se comparta los frutos del modelo. No del modo dulce en que Cristo exhortó al joven rico, apelando a su buena voluntad, sino a través de la coacción estatal. Se quejan que se retarde “hasta lo inaceptable” medidas para una mejor distribución, vale decir, la reforma al sistema impositivo. Como si un poco de socialismo pudiera lavar tantos pecados.
La carta de los obispos invoca 54 veces a Jesús, pero, tras leerla, uno se pregunta ¿qué parte de “mi reino no es de este mundo” no entendieron sus pastores?