viernes, 17 de octubre de 2008

HOMERO Y LA JUSTICIA


La tradición atribuye a un poeta jonio, llamado Homero, la composición de la Iliada y de la Odisea, los primeros monumentos que se conocen de la literatura griega. Amén de su nombre, poco o nada sabemos, con certeza, de este Homero, cuya existencia incluso fue, más de alguna vez, puesta en duda por los eruditos. Las noticias más antiguas que nos han llegado acerca de él son recién del s. VI a. C. y nos cuentan que habría nacido en Esmirna y vivido en la isla de Quíos. Según algunas tradiciones sería contemporáneo de la guerra de Troya. Otras, en cambio, lo sitúan más tardíamente, como coetáneo de Hesíodo (s. VII a. C,).

Como se sabe, el motivo central de la Ilíada es la ira del héroe Aquiles y el telón de fondo, la guerra de Troya, en su año noveno. En el Canto XVIII del poema, Aquiles llora a gritos la muerte de su amado camarada, Patroclo, a manos del héroe troyano Héctor y la pérdida de su prodigiosa armadura. La divina Tetis, madre del Pélida, encarga a Hefesto que forje nuevas armas para que, provisto de ellas, Aquiles vengue a Patroclo. Homero nos cuenta que el dios “se puso a hacer primero un escudo grande […] y en él grabó múltiples artísticas figuras, fruto de su ingenioso arte”. Los versos siguientes describen los motivos representados en este escudo, entre los cuales se observan dos ciudades, una en paz y la otra en guerra.

Es significativo el papel que en esta descripción cumple la pública administración de justicia, en cuanto rasgo característico de la ciudad en que reina la paz: “Los hombre estaban reunidos en la plaza. Y había allí entablada una contienda, en la que dos varones disputaban acerca de la expiación por un homicidio. El uno afirmaba que había pagado todo, haciéndoselo ver al pueblo; el otro negaba haber recibido nada. Y los dos deseaban alcanzar una decisión final ante el árbitro. Las gentes gritaban defendiendo cada bando a uno, mientras que los heraldos trataban de refrenar a la multitud. Los ancianos estaban sentados en pulimentadas piedras en sagrado círculo, asiendo en sus manos el bastón de heraldos de voz que resuena por el aire, y con ellos en las manos se levantaron al fin y alternativamente pronunciaron su fallo. En medio de ellos había en el suelo dos talentos de oro para entregar al que de ellos dictara sentencia de modo más recto.”

Asimismo, llama la atención cómo tempranamente entre los griegos se había superado la bárbara venganza de la sangre, por la más civilizada indemnización del perjuicio, incluso en casos graves como el homicidio. Esto ya aparece en el Canto IX de la Iliada, cuando Ayax Telamonio, reprocha a Aquiles, por negarse obcecadamente a perdonar la ofensa de Agamenón, recordándole que “hasta por el asesinato de un hermano o por el propio hijo que ha muerto se acepta una satisfacción; y así, el uno se queda en su pueblo, tras pagar ampliamente, y el otro refrena su corazón y su ánimo altanero, porque ha recibido su compensación”.

En la ciudad en guerra, en cambio, no son posibles estos razonables acuerdos pues ha huido de ella Dike. Allí campean divinidades menos benévolas: “la Discordia y el Tumulto y la funesta diosa de la muerte”.

Y es que la guerra supone una vuelta al estado de naturaleza, a un mundo sin derecho. En este sentido, se asemeja al mundo bárbaro de los cíclopes del que nos habla la Odisea, el otro gran poema homérico. Recordemos que la Odisea cuenta el accidentado retorno del héroe Ulises a Itaca, tras la caída de Troya. En el Canto IX, Ulises comenta respecto del país de los cíclopes: “No tienen ágoras donde se reúnan para deliberar, ni leyes tampoco, sino que viven en las cumbres de los altos montes, dentro de excavadas cuevas; cada cual impera sobre sus hijos y mujeres y no se entrometen los unos con los otros”. Cuando Odiseo intenta persuadir a Polifemo para que respete las leyes de la hospitalidad sancionadas por el mismísimo Zeus, el cíclope responde “con ánimo cruel”: “—¡Oh forastero! Eres un simple o vienes de lejanas tierras cuando me exhortas a temer a los dioses y a guardarme de su cólera: que los ciclopes no se cuidan de Zeus, que lleva la égida, ni de los bienaventurados númenes, porque aun les ganan en ser poderosos”.

Como observa W. Jaeger, un distinguido estudioso del mundo clásico, no podríamos hallar manifestación más elocuente de la concepción homérica de la sociedad humana: Dike traza la frontera entre la barbarie y la civilización.