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¿Es la libertad un ideal democrático?
¡Ah, si volviere otra vez aquella hermosísima Edad Media, llena de consoladores ensueños, a aquélla edad que fue de oro para el pueblo que trabaja, ora, crece, espera y duerme!
Miguel de Unamuno
Introducción.
Libertad, igualdad, fraternidad. Son los conocidos ideales de la revolución francesa. Mientras que la libertè y la egalitè inflamaron los corazones y se propagaron exitosamente hasta nuestros días, el ideal de hermandad universal entre los hombres quedó, en cambio, desde el principio, a la zaga y rápidamente se extinguió. Comprensible, pues a partir de la fraternidad es muy difícil encontrar justificación para el baño de sangre en que se transformó dicha revolución (y otras tantas posteriores). La libertè y la egalitè, por el contrario, proporcionaron magníficos motivos para persecuciones y matanzas.
Aunque la fraternidad es el único verdaderamente noble y hermoso de esos tres ideales, no me propongo tratarlo aquí. Yo quisiera ahora reflexionar acerca de la libertad, también –aunque de modo tangencial- sobre la igualdad, y desde una perspectiva poco usual y tal vez hasta comprometedora de mi prestigio, porque lo ordinario en estos días -lo políticamente correcto, si se prefiere- es que se hable en favor de ellos y me temo que yo voy a litigar en contra. Asumo, desde luego, y con espíritu lohengrinesco, los malentendidos a que pudiere dar lugar con semejante actitud.
La cuestión que deseo promover está ya enunciada en el título de este excursus, pero no está demás explicarla con mayor detalle: me propongo averiguar si la libertad es propiamente un “ideal” esto es, un bien, algo digno de ser deseado, respetado, promovido e incrementado. Enseguida, si es un ideal “democrático”, o, lo que es lo mismo, si el pueblo –eso que llamamos por antonomasia pueblo, la masa de los hombres privados o idiotas que decían los griegos, los muchos de Platón- experimentan la libertad como un bien y desean no sólo conservarla sino incrementarla cada vez más. Veamos.
Los hombres son radicalmente libres.
En un período relativamente reciente de la historia de la Tierra –que los paleontólogos denominan Oligoceno- y que concluyó hace varios millones de años, surgieron unos simpáticos mamíferos, los primates o simios. Por una extraña mutación, estos animales iniciaron un proceso de cerebración progresiva, carecterizado por un crecimiento notable del neocórtex (cerebro nuevo o superior), en comparación del arquicórtex (cerebro antiguo o inferior) y por un incremento de los elementos neuronales y consecuencialmente del volumen de la masa encefálica. En ciertas especies de simios este incremento llegará a constituir una verdadera hipertrofia; entonces, habrá hecho su aparición en la escena terrestre esa “obra maestra”, “quintaescencia del polvo”, “adorno del mundo”... el hombre.
Obviamente, esta deformación produjo consecuencias inusitadas en los procesos psíquicos de aquel primate y, por ende, en su comportamiento. La creatura comienza a desligarse de la conducta previamente programada, del “piloto automático” que gobierna a las demás bestias (de eso que suele llamarse “el instinto”): sus acciones se vuelven voluntarias: Libertas incipit.
Ya lo decía Ortega «...el hombre es un animal que perdió el sistema de sus instintos o, lo que es igual, que conserva de ellos sólo residuos y muñones incapaces de imponerle un plan de comportamiento. Al encontrarse existiendo se encuentra ante un pavoroso vacío».
El hombre es, pues, una aberración, una disonancia de la naturaleza, un ser antinatural. El único animal que al despertarse por la mañana debe decidir qué hacer... más grave aún, el único animal que debe decidir, día a día, qué ser. La vida se transforma en tarea y problema abierto... “una tarea de extenuante cumplimiento”, en palabras Schopenhauer. Y es que de la mano de la libertad venía su hermana, la angustia, y otros peligros todavía mayores.
Ya lo decía Ortega «...el hombre es un animal que perdió el sistema de sus instintos o, lo que es igual, que conserva de ellos sólo residuos y muñones incapaces de imponerle un plan de comportamiento. Al encontrarse existiendo se encuentra ante un pavoroso vacío».
El hombre es, pues, una aberración, una disonancia de la naturaleza, un ser antinatural. El único animal que al despertarse por la mañana debe decidir qué hacer... más grave aún, el único animal que debe decidir, día a día, qué ser. La vida se transforma en tarea y problema abierto... “una tarea de extenuante cumplimiento”, en palabras Schopenhauer. Y es que de la mano de la libertad venía su hermana, la angustia, y otros peligros todavía mayores.
La libertad como naufragio espiritual o la parábola del Gran Inquisidor.
Angustia, desorden, destrucción... los vicios redhibitorios de la libertad. La libertad del hombre es radical. Lo cual significa primeramente que la libertad está ligada de manera indisoluble a la condición humana (a su raíz o a su esencia [si se prefiere el lenguaje metafísico]),y enseguida, que esa libertad es tan grande que al ejercerla su titular puede escoger entre el bien y el mal. (Aunque tal vez resulte un poco anticuado en una época como la nuestra, situada Jenseits von Gut und Böse, utilizar tales conceptos. Rectifico entonces en consideración de oídos más sofisticados: el hombre es libre incluso para determinar por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo, o para prescindir de la moral, que viene a ser lo mismo. Dicho de la manera todavía más sencilla: el hombre es libre incluso para dañar. Uno puede levantarse en la mañana deseando ser asesino en masa y concretarlo después del desayuno. Acaso la libertad sea, precisamente, la fuente de todos los males, como lo insinúa el famoso relato bíblico.
Se puede discrepar, pero resulta sintomático que los hombres hayan descubierto presurosa y ferozmente sustitutos para los instintos (jerarquías, tabúes, rutinas, moral, derecho). Ya en los núcleos humanos más primitivos comenzó a reprimirse severamente la libertad (ante todo la libertad sexual). Esta coacción no sólo evitó a los individuos transitar la peligrosa senda de la desesperación, sino que garantizó la pervivencia de la especie y el florecimiento y esplendor de las civilizaciones.
Thomas Hobbes vislumbró estas verdades en su conocido Leviatán. Pero quien sin duda mejor las ha expuesto es Dostoiewski en Los hermanos Karamazov a través de la parábola del Gran Inquisidor. Este reprocha a Cristo su intempestiva aparición:
Thomas Hobbes vislumbró estas verdades en su conocido Leviatán. Pero quien sin duda mejor las ha expuesto es Dostoiewski en Los hermanos Karamazov a través de la parábola del Gran Inquisidor. Este reprocha a Cristo su intempestiva aparición:
«...Tú les prometías el pan del cielo. ¿Y acaso, a los ojos de de la débil raza humana, eternamente ingrata y depravada, es comparable ese pan al de la tierra? ¿Te conformarás Tú sólo con los grandes, con los fuertes, a quienes los otros, los que son débiles pero que te aman, no servirán sino como materia de explotación? Nosotros amamos también a esos seres débiles. Aunque depravados y rebeldes, al fin se volverán dóciles. Se asombrarán y nos creerán dioses por haber consentido en tomar el peso de su libertad y en reinar sobre ellos, que tan grande será el miedo que tendrán a ser libres (...) Nada hay más seductor, para el hombre, que el libre albedrío, pero tampoco nada más doloroso. Y en lugar de principios sólidos que habrían tranquilizado para siempre la conciencia humana, Tú elegiste nociones vagas, extrañas, enigmáticas, todo aquello que sobrepasa a la fuerza de los hombres y con ello obraste como si no los amases. ¡Tú que habías venido a dar tu vida por ellos! Aumentaste la libertad humana en vez de confiscarla, e impusiste para siempre al ser moral los horrores de esa libertad. Quisiste ser libremente amado, seguido voluntariamente por los hombres. Quisiste que en lugar de obedecer la dura ley antigua, el hombre escogiese entre el bien y el mal, no teniendo por guía más que tu imagen. Pero ¿cómo no comprendiste que él rechazaría al fin, y hasta pondría en duda tu imagen y tu verdad, sintiéndose abrumado por el horrible peso de la libertad de elegir? El hombre exclamará al fin que la verdad no está en ti, pues en ese caso no les habrías dejado en una incertidumbre tan angustiosa, con tantas inquietudes y problemas insolubles. Tú preparaste la ruina de tu reino; no acuses, pues, a nadie de esa ruina...»
El inquisidor, viejo conocedor del alma humana, sabe muy bien que para la mayoría de los hombres la libertad -sobre todo la libertad moral- lejos de constituir estado “ideal”, es una carga agobiante... nuestra peor cruz.
La libertad como ideal aristocrático
Para los muchos, mas no para unos pocos. (A fin de evitar una interpretación narcisista de estas reflexiones advierto al lector que yo me considero entre los sufrientes de la libertad).
Con gran perspicacia los dos grandes genios de la Antigüedad, Platón y Aristóteles comprendieron que hay dos clases de hombres . (El primero en La República: parábola del piloto; el segundo en La Política («la naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha creado a unos seres para mandar y a otros para obedecer [...] porque es esclavo por naturaleza el que puede entregarse a otro; y lo que precisamente le obliga a hacerse de otro es el no poder llegar a comprender la razón sino cuando otro se la muestra, pero sin poseerla en sí mismo»)
El grupo mayoritario siente la libertad de la manera descrita en el acápite precedente: como un sufrimiento. Para los segundos, por el contrario, la libertad y sus peligros constituyen un gozo. Los menos están llamados a conducir, los más a ser conducidos. La Antigüedad y la Edad Media comprendieron bien este principio.
Con gran perspicacia los dos grandes genios de la Antigüedad, Platón y Aristóteles comprendieron que hay dos clases de hombres . (El primero en La República: parábola del piloto; el segundo en La Política («la naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha creado a unos seres para mandar y a otros para obedecer [...] porque es esclavo por naturaleza el que puede entregarse a otro; y lo que precisamente le obliga a hacerse de otro es el no poder llegar a comprender la razón sino cuando otro se la muestra, pero sin poseerla en sí mismo»)
El grupo mayoritario siente la libertad de la manera descrita en el acápite precedente: como un sufrimiento. Para los segundos, por el contrario, la libertad y sus peligros constituyen un gozo. Los menos están llamados a conducir, los más a ser conducidos. La Antigüedad y la Edad Media comprendieron bien este principio.
Sin embargo, el liberalismo. Contra lo que pudiera pensarse su origen es medieval y aristocrático (reiterar que a las masas nunca le interesó realmente la libertad) En su bello ensayo “Ideas de los castillos”, Ortega ve al castillo medieval como la pétrea defensa de las libertades individuales y de la vida privada del señor. El castillo, magnífica incubadora de un liberalismo aristocrático. El caballero germánico, nieto del bárbaro de Teutoburgo hereda de éste el espíritu guerrero y la radical confianza en sí mismo que es su substrato, fuerzas que lo impelen a sustrerse del poder absoluto del Estado, del Imperium, por eso hace castillos.
Esos ingleses, anglos y sajones (germanos al fin y al cabo) dan fundamento teórico a esa ansia de libertad. Origen formal y aceptado del liberalismo.
¿Ha variado sustancialmente la situación hasta nuestros días?Las masas siempre quieren ser conducidas, pero ahora se han vuelto arrogantes. Ya no toleran una sumisión explícita. Los conductores recurren a métodos más sutiles: propaganda, publicidad, modas.
¿Ha variado sustancialmente la situación hasta nuestros días?Las masas siempre quieren ser conducidas, pero ahora se han vuelto arrogantes. Ya no toleran una sumisión explícita. Los conductores recurren a métodos más sutiles: propaganda, publicidad, modas.