
[Esto lo escribí en 1995]
Confieso que la figura de Cayo Julio César Germánico -Calígula- me inquietó profundamente desde mis primeras incursiones por la historia romana, ejerciendo sobre mi mente una extraña fascinación. Particularmente aquella célebre y terrible lamentación, pronunciada por él en el circo, fue para mí objeto de largas cavilaciones, producto de las cuales llegué a concluir -mucho antes de leer la obra de Camus- que nos encontrábamos frente a un gran incomprendido.
Desde luego Calígula no es un loco. Al menos no es éste el carácter que Camus quiso dar a su personaje, aunque más de alguno ha creído ver en la obra del escritor francés “la tragedia del poder total ejercido por un demente" (así presenta Fernando Emmerich la versión publicada por Editorial Andrés Bello).
Aceptemos provisoriamente la muy discutible hipótesis de que lo que define al loco o demente es su incapacidad de mirar el mundo tal cual es (bien pudiera ser que nadie esté en condiciones de hacerlo). El loco no consigue diferenciar su realidad subjetiva de la realidad objetiva que le rodea; el loco es –parafraseando a Protágoras- panton metron (la medida de todas las cosas) y, puesto que sus procesos psíquicos se encuentran alterados, forja para sí un mundo completamente irreal, vive -por así decirlo- a la deriva de la realidad.
A Calígula le sucede precisamente lo contrario. Su tragedia es que de pronto se vuelve lúcido. En la última escena del acto primero lo encontramos llorando “porque las cosas no son lo que deberían ser”... antes (escena V) dice haber descubierto la verdad, “una verdad muy simple y muy clara, un poco tonta, pero difícil de descubrir y pesada de llevar”.
Calígula ha descubierto la “inocencia del devenir” o, si se prefiere, que el mundo carece de sentido y fin, y que, por tanto, todo es vano. Dicho por tercera vez, nuestro joven emperador se ha vuelto nihilista.
Decir que la vida carece de significado es lo mismo que negar la existencia de los dioses (sólo algo ajeno y distinto al mundo, y por encima de él, puede dotarlo de sentido y ordenarlo hacia un determinado fin). Si los dioses no existen no hay nadie que pueda juzgar ni condenar al hombre –la ordenación moral del mundo es por consiguiente un mito- y entonces a éste le es lícito actuar arbitrariamente o “como quiera el corazón” y, en todo caso, “más allá del bien y del mal”[1].
Calígula escoge ser lógico hasta el fin. Decide llevar esta verdad horrible hasta sus últimas consecuencias. Si todo es vano... “todo es fundamental. Todo está en el mismo plano: la grandeza de Roma y tus crisis de artritismo” (acto I, escena VIII).
Y así va, paso a paso, agotando las consecuencias de su descubrimiento:
“Este mundo no tiene importancia, y quien así lo entienda conquista su libertad. Y justamente, os odio porque no sois libres. En todo el imperio romano soy el único libre. Regocijaos, por fin ha llegado un emperador que os enseñará la libertad” (acto I, escena XI).
“-Entonces todo a mi alrededor es mentira, y yo quiero que vivamos en la verdad. Y justamente tengo los medios para hacerlos vivir en la verdad. Porque sé lo que les falta, Helicón. Están privados de conocimiento y les falta un profesor que sepa lo que dice-.” (acto I, escena V).
Calígula ha experimentado en su propia carne la virtud pedagógica del sufrimiento, aquello de “dolore docemur”(somos enseñados por el dolor) que solían decir los antiguos. No olvidemos que la verdad que venimos comentado aquí se le revela a nuestro personaje después de un acontecimiento que para él ha resultado desgarrador[2]: la muerte de su amada hermana Drusila (amor no puramente fraternal, como se sabe). Los crímenes y crueldades que cometerá en lo sucesivo no serán consecuencia de una furia demencial o de un desborde de su afectividad sino, muy por el contrario, instrumentos de su lucidez. Calígula quiere que los romanos sean tan lúcidos como él. Quiere compartir con ellos la verdad. Y para comprender el horror de la existencia humana, su sinsentido, nada mejor que organizar una gigantesca lotería del sufrimiento... dolore docemur.
Quereas lo percibe con toda claridad: “Pone su poder al servicio de una pasión más elevada y mortal, nos amenaza en lo más profundo que tenemos. Y sin duda no es la primera vez que entre nosotros un hombre dispone de poder sin límites, pero por primera vez lo utiliza sin límite hasta negar al hombre y el mundo. Eso es lo que me aterra en él y lo quiero combatir. Perder la vida es poca cosa, y no me faltará valor cuando sea necesario. Pero ver cómo desaparece el sentido de esta vida, la razón de nuestra existencia es insoportable. No se puede vivir sin razones” (acto II, escena II).
Ni el propio Calígula consigue tolerarlo... “¡Oh, Cesonia! Yo sabía que era posible estar desesperado, pero ignoraba el significado de esta palabra. Creía, como todo el mundo, que era una enfermedad del alma. Pero no, el cuerpo es el que sufre. Me duelen la piel, el pecho, los miembros. Tengo la cabeza vacía y el estómago revuelto. Y lo más atroz es este gusto en la boca. Ni de sangre, ni de muerte, ni de fiebre, sino de todo a la vez. Basta, que mueva la lengua para que todo se ponga negro y los seres me repugnen” (acto I, escena XII).
Él, que para mostrar la verdad a sus congéneres ha adoptado “el rostro estúpido e incomprensibe de los dioses”, sigue siendo humano, demasiado humano para soportar el peso de esa verdad. “Qué amargo es estar en lo cierto”, se queja el emperador. Anhela estar equivocado. De ahí su sed de lo imposible: “El mundo tal como está, no es soportable. Por eso necesito la luna o la dicha, o la inmortalidad, algo descabellado quizá, pero que no sea de este mundo” (acto I, escena III). Intimamente sabe, sin embargo, que no conseguirá ninguna de estas cosas.
Es un dios desesperado que termina por desear su propia muerte... “una felicidad estéril y magnífica”: ”ese gran vacío donde el corazón se sociega” (lo que me recuerda a otro dios, tan humano como el que nos ocupa, el Wotan de Wagner, el cual le confiesa a Brünnhilde: “Nur eines will ich noch: das Ende, das Ende").
Calígula, dirá el propio Camus, es la historia de un suicida superior (como Sócrates, otro malentendido).
[1] El Calígula de Camus es una encarnación espléndida del Übermensch nietzscheano. No es, por cierto, un caso aislado en la literatura universal, piénsese, verbi gratia, en Raskolnikov de Dostoiewsky que anuncia en cierto modo al “superhombre”. La propia Historia es fecunda en ejemplos. Nietzsche solía mencionar a César Borgia y a Napoleón. Yo no quisiera olvidar a Federico II, emperador y rey de Sicilia, sobre cuya vida existe una novela “El Hombre de Apulia”, creo que de Horst Stern, la cual –aprovecho para pasar el aviso- me ha sido imposible conseguir. Por suerte para nosotros, los meramente humanos, todos superhombres terminan mal.
[2] Desgarrados resultan precisamente aquellos tenues velos que nos protegen contra la realidad: el amor, el arte, la religión.
Desde luego Calígula no es un loco. Al menos no es éste el carácter que Camus quiso dar a su personaje, aunque más de alguno ha creído ver en la obra del escritor francés “la tragedia del poder total ejercido por un demente" (así presenta Fernando Emmerich la versión publicada por Editorial Andrés Bello).
Aceptemos provisoriamente la muy discutible hipótesis de que lo que define al loco o demente es su incapacidad de mirar el mundo tal cual es (bien pudiera ser que nadie esté en condiciones de hacerlo). El loco no consigue diferenciar su realidad subjetiva de la realidad objetiva que le rodea; el loco es –parafraseando a Protágoras- panton metron (la medida de todas las cosas) y, puesto que sus procesos psíquicos se encuentran alterados, forja para sí un mundo completamente irreal, vive -por así decirlo- a la deriva de la realidad.
A Calígula le sucede precisamente lo contrario. Su tragedia es que de pronto se vuelve lúcido. En la última escena del acto primero lo encontramos llorando “porque las cosas no son lo que deberían ser”... antes (escena V) dice haber descubierto la verdad, “una verdad muy simple y muy clara, un poco tonta, pero difícil de descubrir y pesada de llevar”.
Calígula ha descubierto la “inocencia del devenir” o, si se prefiere, que el mundo carece de sentido y fin, y que, por tanto, todo es vano. Dicho por tercera vez, nuestro joven emperador se ha vuelto nihilista.
Decir que la vida carece de significado es lo mismo que negar la existencia de los dioses (sólo algo ajeno y distinto al mundo, y por encima de él, puede dotarlo de sentido y ordenarlo hacia un determinado fin). Si los dioses no existen no hay nadie que pueda juzgar ni condenar al hombre –la ordenación moral del mundo es por consiguiente un mito- y entonces a éste le es lícito actuar arbitrariamente o “como quiera el corazón” y, en todo caso, “más allá del bien y del mal”[1].
Calígula escoge ser lógico hasta el fin. Decide llevar esta verdad horrible hasta sus últimas consecuencias. Si todo es vano... “todo es fundamental. Todo está en el mismo plano: la grandeza de Roma y tus crisis de artritismo” (acto I, escena VIII).
Y así va, paso a paso, agotando las consecuencias de su descubrimiento:
“Este mundo no tiene importancia, y quien así lo entienda conquista su libertad. Y justamente, os odio porque no sois libres. En todo el imperio romano soy el único libre. Regocijaos, por fin ha llegado un emperador que os enseñará la libertad” (acto I, escena XI).
“-Entonces todo a mi alrededor es mentira, y yo quiero que vivamos en la verdad. Y justamente tengo los medios para hacerlos vivir en la verdad. Porque sé lo que les falta, Helicón. Están privados de conocimiento y les falta un profesor que sepa lo que dice-.” (acto I, escena V).
Calígula ha experimentado en su propia carne la virtud pedagógica del sufrimiento, aquello de “dolore docemur”(somos enseñados por el dolor) que solían decir los antiguos. No olvidemos que la verdad que venimos comentado aquí se le revela a nuestro personaje después de un acontecimiento que para él ha resultado desgarrador[2]: la muerte de su amada hermana Drusila (amor no puramente fraternal, como se sabe). Los crímenes y crueldades que cometerá en lo sucesivo no serán consecuencia de una furia demencial o de un desborde de su afectividad sino, muy por el contrario, instrumentos de su lucidez. Calígula quiere que los romanos sean tan lúcidos como él. Quiere compartir con ellos la verdad. Y para comprender el horror de la existencia humana, su sinsentido, nada mejor que organizar una gigantesca lotería del sufrimiento... dolore docemur.
Quereas lo percibe con toda claridad: “Pone su poder al servicio de una pasión más elevada y mortal, nos amenaza en lo más profundo que tenemos. Y sin duda no es la primera vez que entre nosotros un hombre dispone de poder sin límites, pero por primera vez lo utiliza sin límite hasta negar al hombre y el mundo. Eso es lo que me aterra en él y lo quiero combatir. Perder la vida es poca cosa, y no me faltará valor cuando sea necesario. Pero ver cómo desaparece el sentido de esta vida, la razón de nuestra existencia es insoportable. No se puede vivir sin razones” (acto II, escena II).
Ni el propio Calígula consigue tolerarlo... “¡Oh, Cesonia! Yo sabía que era posible estar desesperado, pero ignoraba el significado de esta palabra. Creía, como todo el mundo, que era una enfermedad del alma. Pero no, el cuerpo es el que sufre. Me duelen la piel, el pecho, los miembros. Tengo la cabeza vacía y el estómago revuelto. Y lo más atroz es este gusto en la boca. Ni de sangre, ni de muerte, ni de fiebre, sino de todo a la vez. Basta, que mueva la lengua para que todo se ponga negro y los seres me repugnen” (acto I, escena XII).
Él, que para mostrar la verdad a sus congéneres ha adoptado “el rostro estúpido e incomprensibe de los dioses”, sigue siendo humano, demasiado humano para soportar el peso de esa verdad. “Qué amargo es estar en lo cierto”, se queja el emperador. Anhela estar equivocado. De ahí su sed de lo imposible: “El mundo tal como está, no es soportable. Por eso necesito la luna o la dicha, o la inmortalidad, algo descabellado quizá, pero que no sea de este mundo” (acto I, escena III). Intimamente sabe, sin embargo, que no conseguirá ninguna de estas cosas.
Es un dios desesperado que termina por desear su propia muerte... “una felicidad estéril y magnífica”: ”ese gran vacío donde el corazón se sociega” (lo que me recuerda a otro dios, tan humano como el que nos ocupa, el Wotan de Wagner, el cual le confiesa a Brünnhilde: “Nur eines will ich noch: das Ende, das Ende").
Calígula, dirá el propio Camus, es la historia de un suicida superior (como Sócrates, otro malentendido).
[1] El Calígula de Camus es una encarnación espléndida del Übermensch nietzscheano. No es, por cierto, un caso aislado en la literatura universal, piénsese, verbi gratia, en Raskolnikov de Dostoiewsky que anuncia en cierto modo al “superhombre”. La propia Historia es fecunda en ejemplos. Nietzsche solía mencionar a César Borgia y a Napoleón. Yo no quisiera olvidar a Federico II, emperador y rey de Sicilia, sobre cuya vida existe una novela “El Hombre de Apulia”, creo que de Horst Stern, la cual –aprovecho para pasar el aviso- me ha sido imposible conseguir. Por suerte para nosotros, los meramente humanos, todos superhombres terminan mal.
[2] Desgarrados resultan precisamente aquellos tenues velos que nos protegen contra la realidad: el amor, el arte, la religión.