El último día de 2007 lo pasé solo. Inventariando mis libros sobre la Antigüedad clásica. Los libros, viejos amigos que jamás defraudan. Pues bien, mientras realizaba esa utilísima aunque tantas veces postergada tarea, maquinaba mis buenos y malos propósitos para 2008.
Entre las varias determinaciones que adpoté, acaso la más importante sea la de romper definitivamente todo vínculo con lo que podríamos llamar "mis ex". Acabar de una vez por todas con todo ese penoso lastre. Limpiar el desván de los cadáveres a medio podrir. Aullentar a los tristes espectros de-lo-que-pudo-ser-pero-no-fue y, especialmente, arrancar de mi corazón toda esperanza acerca de lo que podría-volver-a-ser. Sin la más mínima consideración ni cortesía. Sin explicaciones. No responder correos, ni llamadas telefónicas. Simplemente desaparecer. Forever.
También me he propuesto no emprender ninguna aventura sexual que implique compromiso emocional. Preferir la rápida incursión a los cotos de caza habituales sobre los juegos sutiles y morosos de la seducción. Renunciar a la conquista, al coqueteo intelectual, a todo lo que signifique tiempo y desgaste. Todavía mejor, me autoprescribí un régimen estricto de amor venal. Se pierde menos tiempo y uno no queda debiendo nada. Do ut des. Por veintemil pesos se compra un cuerpo apetecible y con suerte una amena charla post coitum. Nunca se alabará suficientemente al divino Mercurio de alados pies.
Cultivar nuevas amistades y apuntalar algunas de las viejas. Sólo las que valga la pena, vale decir, las que todavía puedan prestarnos algún servicio útil.
Escribir. Terminar mi libro y tanto artículo inconcluso.
Viajar. Hacia las Islas Afortunadas.